miércoles, 7 de agosto de 2019

LA MODA A TRAVES DEL TIEMPO EN EL RIO DE LA PLATA

   Al descubrimiento de América, Europa estaba inmersa aún en el movimiento renacentista, que de acuerdo a cada región, tomaba comportamientos peculiares.  La indumentaria, previamente a la revolución industrial,  era tan cara que los ajuares formaban parte de los legados y pasaban de una generación a otra, incluídos en inventarios con descripciones minuciosas y detalladas de las prendas.



España imperial y los Países Bajos, en fuerte vínculo con la Iglesia, adoptaron cierta austeridad y severidad en el vestir, traducida en la elección de colores oscuros y graves y en la preferencia por ocultar el cuerpo de las miradas de otros. Este ocultamiento, que era ley en la época de los Habsburgo,  generó paradójicamente misterio y seducción, y un desarrollo natural de la gracia y la picardía para sostener la atracción física entre sexos. En las colonias españolas, la moda basada en esta cultura se impuso por largo tiempo, forzada por el aislamiento geográfico reforzado por el monopolio comercial.  Como en todas las épocas, el poder adquisitivo se imponía a la hora de elegir el vestuario, los accesorios y las joyas. La gran carga simbólica que implicaba la indumentaria, indicaba el status social de pertenencia.




 Dicho ésto, es importante notar que hasta hace no tanto tiempo, entre la élite y las clases burguesas más o menos acomodadas, se imponía la ropa de mucha calidad , tanto en materiales como en confección. Sedas, lienzos, linos, lanas y lanillas, algodón, en fin, un largo repertorio de telas nobles y naturales devenían en vestidos muy elaborados, bordados, drapeados, vainillados, entretelados, forrados, con alforzas y alforcillas de cuidadosa y muy experta realización.



Así que, desde épocas tempranas y hasta principios del siglo XIX, la burguesía rioplatense vistió muy formalmente y a la usanza española. El hombre usaba trajes cortos con calzones, pelucas, zapatos en punta con grandes hebillas de plata e importantes sombreros. Cubrían el torso con una camisa, chaleco y una casaca con faldones. Sobre este conjunto, una gran capa de paño de lana los defendía de la inclemencia del frío. 
La mujer, llevaba unas tupidas polleras  largas de seda o de lanillas, y por debajo de ellas, enaguas de tafetán muy elaboradas con listones de puntillas y bordados y por debajo el miriñaque, especie de estructura de alambrón que hacían voluminosas las caderas y afinaban las cinturas. Era muy común el jubón, que también marcaba la cintura y levantaba el busto y sobre él, una chaqueta de terciopelo o pana. Así como en México el rebozo era infaltable en el atuendo femenino, la mantilla andaluza en el Rio de la Plata era un elemento que las mujeres manejaban con gracia y encanto, formando parte de su condición femenina a tal punto, que era clave en el momento de la seducción. Otro elemento infalible a la hora de la conquista, el abanico, que merece un capítulo aparte. Los había de gran variedad de materiales y modelos. Las jóvenes debían entrenarse en su manejo pues existía un lenguaje sutil que trasmitían con ellos, y que no podía dejar espacio para los equívocos. Las españolas hicieron una institución del abanico, con el cual podían sostener una comunicación fluída. Las medias de delicada seda, completaban el atuendo textil, los accesorios hacían el resto. Los cabellos se usaban larguísimos, pero trenzados y recogidos con deslumbrantes peinetas que competían en tamaño y elaboración. Zapatos de brocados, sedas, bordados, cuyas capelladas eran confeccionadas por las mismas damas que luego los zapateros armaban a su pedido. Recordemos que las labores de costura y bordado en la sociedad de este tiempo, eran practicadas por las mujeres desde temprana edad.   Esta forma de vestir, era asimilada por los estratos sociales de menos recursos, si bien la posibilidad de éstos se veía muy reducida, como es obvio, en la cantidad y la calidad de la indumentaria. El varón de profesión liberal hacia 1820, vestía con levitas, pantalones, camisa, corbata, galera, guantes y bastón.


El común de la gente, es decir, la mayoría,  vestía como podía. Los esclavos recibían la ropa usada de sus amos, así como la gente de servicio en general. La beneficencia se encargaba de colectar viejas prendas para donar a las instituciones de caridad en medio de grandes festejos. Las criadas y las mujeres del pueblo, usaban un rebozo de bayeta rústica o picote de lana y completaban sus atuendos con amplias faldas y vencidos zapatos usados que frecuentemente no eran de su talle, cuando no andaban descalzas. Para los hombres, las botas de potro cortadas que dejaban los dedos al aire para aferrarse mejor a la montura, el chiripá sobre pantaloncillos largos, los ponchos sobre camisas de algodón, los gorros tubulares completados con pañuelos que cubrían la nuca. Éste era el atuendo típico de los peones, y gente de campo. Cabe destacar que en la actualidad, y paradójicamente,  el picote y el barracán de lana de oveja o de llama, producidos fabrilmente en  el noroeste argentino, se exportan casi en su totalidad para alta costura, considerándose tejidos de gran calidad.

Con la revolución industrial, el abaratamiento de los costos y el contrabando creciente hacia las colonias, se introdujo rápidamente la moda francesa y la confección inglesa, basadas en códigos muy diferentes a los del recato español. La Ilustración y su corolario revolucionario y la liberalidad británica, imponen una estética que prendió rápidamente en una sociedad muy permeable a las influencias europeas. La industria textil inglesa, alejada de los pesados y caros brocatos y damascos de épocas anteriores, se impuso con telas delgadas e insinuantes. Los vestidos talle imperio, ajustados debajo del busto, se impusieron en las colonias con toda naturalidad en la segunda década del siglo XIX, marcando el llamado “medio paso” por la estrechez de vuelo de las faldas, que acortaban el paso.  Collares de perlas, gargantillas, alhajas, piedras, broches, brillantes, eran utilizados con profusión y llamaban la atención sobre el escote.  El abandono de las pelucas dio lugar a la exhibición de los cabellos, recogidos o con bucles, y adornados con flores frescas, alfileres de plata, diademas, peinetas de carey, de nacar o de marfil y cintas de seda. Sobre las peinetas, y sosteniéndolas, se colocaban mantillas o cofias de encajes y puntillas. Para la calle, blusas sobre corsés con mangas anchas y volados, muy trabajadas. Por encima de ellas el jubón, con o sin mangas, y la cotona, que unía el talle delantero y trasero con cintas ajustadas y a veces, sobre éste, el delantal. En las piernas, medias de seda con portaligas a la rodilla.

Los hombres adoptaron primero el sans culotte típico de la moda francesa revolucionaria  y luego se impusieron pantalones anchos ajustados al talle por tiradores. Se abandonaron las pelucas y se difundieron las coletas, Las reuniones sociales demandaban el frac con camisas de telas delicadas, y para la calle la levita ajustada con faldones sobre camisas más gruesas. El bastón constituyó un accesorio infaltable así como la galera, que denotaba prestigio social. Las botas reemplazaron las largas medias.

En el campo, las diferencias sociales eran más difusas. El estanciero adoptó la indumentaria gaucha para sentirse más cómodo al montar, si bien las ropas y los aperos del patrón eran más variados y de mejor calidad que los de los peones. 

                                                  

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